Cuando tenemos la producción o estreno de una ópera de nuestro tiempo hay varias cuestiones a considerar; ¿Es buena la obra? ¿Tiene la calidad o elementos suficientes para subsistir a futuro? ¿Es posible que una ópera del siglo XXI sea parte del repertorio? Las respuestas no son sencillas y dan para mucho material de reflexión.

El “Hamlet” de Brett Dean aunque abreva en Shakespeare es una ópera de su tiempo, no un montaje literal de la obra del gran bardo inglés. Tan válida como arte de hoy como lo fue el “Hamlet” de Ambroise Thomas, estrenado en 1868 y prácticamente la única ópera basada en “Hamlet” que se ha mantenido en los límites del repertorio; con 19 presentaciones en 5 países en 2022 versus las 7 presentaciones del “Hamlet” de Dean en 2022, todas en Nueva York.

El ”Hamlet” de Dean fue compuesto entre 2013 y 2017, se estrenó en 2018 en Glyndenbourne, Inglaterra y se ha escuchado en otras ciudades incluyendo Australia, país natal del compositor y de Nicholas Carter, director de orquesta que ha estado a cargo musicalmente de la serie de funciones de esta obra desde su estreno.

Como sucede frecuentemente con las óperas actuales, la columna vertebral de la ópera del siglo XXI es la dramaturgia y la escena, punteada por una música atmosférica, algunos motivos, un lenguaje y orquestación variado incluyendo un aparato de percusiones y objetos que producen sonidos determinados. El canto pasa a un segundo término, ya no conmoviéndonos a través del placer o la voz sino a través de los efectos producidos por el canto; muchas veces desgarradores. La coloratura sigue haciendo su aparición como en la escena de la locura de Ofelia, pero en lugar de tener un aria de la locura como en la ópera de Thomas, tenemos una escena de teatro-operístico con coloraturas inconexas y gran despliegue escénico, aquí Brenda Rae, soprano,  está magnífica: no solo con sus incursiones a los agudos, sino en la coloratura maniaca (muy distinta a la de Thomas y lo contrario a refinado). Escénicamente muestra el desmoronamiento psicológico de su personaje, desde la mujer de sociedad hasta la histeria, semidesnuda,  cubierta de lodo y con el frac de su padre (bien valdría la pena una ópera basada en Ofelia; rodeada de un mundo machista en donde ella está a merced de lo que otros decidan).

 La música de Dean no es fácil para los cantantes, incluso en ocasiones es ingrata; un espléndido cantante como Rod Gilfry, barítono, cantando al rey Claudio, evidenció al final de la función cansancio y problemas vocales a pesar de una caracterización de gran nivel. Dean hace uso de diversas capas de sonido, dinámicas contrastantes, algunas células continuas y sorprendentes contraposiciones estilísticas como el uso del acordeón en la escena de los comediantes. A veces me habría gustado encontrarme con alguna canción de melodía más generosa como “O vin dissipe la tristesse” que Thomas incluye magistralmente antes de la escena de los comediantes. Esa sería mi reserva respecto al “Hamlet” de Dean; es una ópera que funciona muy bien como una obra de teatro musical completa pero no sobrevive fuera de escena. Tampoco musicalmente Dean logra rescatar la poesía de ciertas líneas originales de la obra de Shakespeare que rescata en su libreto Matthew Jocelyn. Este punto no es menor y es uno de los detalles que me hacen reflexionar sobre la validez de esta ópera versus la de Thomas. En la música contemporánea hay muy poca disposición para reflejar la belleza de un texto: todo tiene que ser tensión, inquietud. Por otro lado, los interludios orquestales, para cambios de escena, me parecieron de gran nivel; ideales para la transición del drama sin el canto.


Sarah Connolly como Gertrude, David Butt Philip como Laertes y Rod Gilfry como Claudio

Allan Calyton cantó un Hamlet que merece todos los aplausos por su constante aparición en escena. La voz de Clayton logró abordar sin mayor problema, la difícil partitura de Dean, una que además exige un compromiso escénico fuera de lo ordinario. Su voz es una voz vibrante, de ciertos sonidos importantes y que me hacen pensar que está para cantar roles del repertorio alemán, incluyendo Wagner.

Sarah Connolly es una gran mezzosoprano y como la reina Gertrude aportó tanto sonido y musicalidad como actuación. Como Rosencrantz y Guildenstern, los contratenores Aryeh Nussbaum y Christopher Lowery estuvieron excepcionales; cantando muchas veces a dos voces o en canon y dotando a la obra de un contraste cómico que no tiene la partitura de Thomas. Como Polonius, el tenor William Burden también brilló en su actuación y canto; mucho más lírico que otros de los cantantes de la función. Bien también el Horacio de Jacques Imbrailo, el Laertes de David Butt Philip y el fantasma de John Relyea. Este último es un espléndido cantante y barítono-bajo; además del fantasma, encarna a uno de los comediantes y al enterrador. Esto es parte del juego escénico y le da un cierto toque surrealista puesto que Relyea sale con la misma cara blanca de la mayoría de los personajes: este elemento como de mimo está relacionado con la muerte (todos los cantantes que van a morir o están muertos tienen esta característica). La ópera deja en el aire la sanidad de “Hamlet”, sus alucinaciones: no es evidente si esta fingiendo o no su locura.

 La puesta en escena de Neil Armfield (utilizando algunos elementos de producciones previas del MET) me pareció que logró unir los diversos elementos de la obra con un trazo escénico brillante, incluyendo una escena final compleja por el duelo de espadas y el movimiento escénico.

La Orquesta del MET y el coro, dirigidos por Nicholas Carter, presentaron de forma inmejorable la parte musical: nos hizo poner atención a las diversas capas de sonido y efectos (la partitura pide a los cantantes incluso  algunos efectos guturales; Ofelia cantando mientras se golpea el pecho); el control de dinámicas fue notable.

Una experiencia teatral musical que rescata de alguna forma la idea primigenia de la ópera (la de Jacopo Peri) más teatro y recitativo que obra musical: primero la palabra, después la música. ¿Quiere el público actual escuchar óperas así? Me parece que mientras tengamos un repertorio de grandes óperas de la historia estas incursiones a lo contemporáneo, a la ópera de hoy, son licitas y ayudan a tener un contraste y mirada actual. Sin embargo, no puedo dejar de notar que el Metropolitan Opera House no se apreciaba lleno, que el aplauso final fue más un “sucess d’ estime” que un triunfo. La dificultad musical de poner una obra de esta naturaleza la hace inviable para formar parte de un repertorio de ópera central, por ejemplo. La asistencia de las personas que fueron a ver la transmisión tampoco fue tan nutrida. El MET, para la temporada, 2022 – 2023 nos recetará otras dos óperas contemporáneas por transmisión digital. Esto me parece un error. No contamos ni con el público sofisticado ni con una ópera sólida en México para detenernos en títulos que no apelan a un público de ópera mayor. Las transmisiones son caras y más por el monopolio que tiene el Auditorio Nacional.

Me decía Nicholas Carter, en una conversación que tuvimos esta semana, que se vale que una obra contemporánea no guste a la primera, pero su contacto continuo puede producir cosas interesantes. Me di cuenta de que muchas personas asimilaron mejor el concepto de Hamlet, después de mi explicación e introducción en donde pasé una edición de este diálogo con Carter. No todos los que asisten a las transmisiones del MET tienen esta posibilidad, pero creo que el público actual es más receptivo a lo contemporáneo. Es importante que tengamos acceso a lo que se hace hoy, pero de la mano de un sano repertorio operístico que abarque todos los estilos: la música, y al ópera es un arte del presente, como diría Jordi Savall. Se hace en la representación, por eso jamás será un arte de museo. El “Hamlet” de Dean es un digno ejemplo de la ópera del siglo XXI, pero aún así hay trabajos contemporáneos más redondos en el aspecto musical.