Estamos finalizando el 2016 y jamás había tenido en este estado de descuido mi blog. Próximamente cumplo 1 año al frente del Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, por lo que creo que en parte se me disculpa esta falta. Sin embargo, he acumulado unos cuantos escritos que quisiera compartir, antes de que el 2016 se me vaya en ceros. Supongo que en principio tendría que sugerirte leer con una dosis de sal mis escritos relativos a mis apreciaciones personales de eventos artísticos.
No existe la imparcialidad en el campo de las artes, existe una visión subjetiva que idealmente debe de partir de elementos tangibles relativos a lo que se observa y no sentimientos personales. Puedo decir que he tratado de ser honesto y principalmente porque el escribir es algo que me apasiona y aún siendo funcionario no puedo evitarlo.
La Ópera de Bellas Artes presentó durante el mes de mayo de este año “Los Puritanos” de Vincenzo Bellini. Es en efecto, la última ópera del compositor de Catania, antes de su repentina muerte a los 31 años de edad. De entrada tengo que confesar que no soy Belliniano, si bien conozco prácticamente toda su obra. Yo juro ante el santo nombre de Rossini entre los compositores belcantistas (Y de vez en cuando elevo plegarias a Donizetti o Mercadante).
Francamente “Los Puritanos” es una ópera en la cual no pasa nada relevante dramáticamente: Arturo es un típico héroe de ópera italiana del ochocientos. Elvira se vuelve loca, sin mostrar mayor temperamento, es la típica dama sufrida de ópera. Riccardo es un villano completamente gris que se convierte al lado bueno de la fuerza y finalmente Giorgio es el típico tío bonachón que al menos logra convencer a Riccardo ayudar a Arturo (aunque esta ayuda en realidad no es muy efectiva).
Como en muchas óperas de libreto flojo, “Los puritanos” se salva por su música. No puedo negar que en cierta forma es uno de esos trabajos que representan la apoteosis del belcanto italiano. La producción de la Ópera de Bellas Artes ha corrido a cargo de Ragnar Conde con escenografía de Luis Manuel Aguilar y diseño de vestuario de Brisa Alonso. Quizás esto último ha sido lo más brillante de todo. La producción, minimalista, carece de la plasticidad y riqueza de iluminación que puedan sostener 3 horas de música. Tampoco los artistas parecían muy compenetrados para hacer algún trabajo dramático más allá de Leticia Altamirano (Elvira) y Javier Camarena (Arturo). El escenario estaba comprendido por un gran arco gótico en un plano medio, derruido, que más bien parecía costilla de brontosaurio. De forma desordenada veíamos varias ventanas de arco apuntado evocando a abadías en ruinas. Si bien evidentemente es una visión conceptual la de Conde, no entiendo el por qué no jugó armónicamente con estos elementos para sugerir verdaderamente iglesias, palacios, etc. Dudo que una boda noble escocesa del Siglo XVII se llevara a cabo entre restos de edificios o rocas.
Javier Camarena es un grande de la ópera. Punto. En la función del 26 de mayo venía de cantar por sustitución a Alessandro Luciano en la función del 24 (Aparentemente Luciano sólo tenía en el nombre la capacidad para cantar el papel). Quizás por eso mostró alguna fatiga al final de la función; sus sobreagudos ya no se sentían tan cómodos en el gran dueto “Vieni fra queste braccia” ni en “Credeasi misera”. Aparte de eso, la convicción, estupendo delicado fraseo, desplegado en “A te, o cara”, el timbre sedoso, la emisión perfecta, lograron una función de gran altura.
Leticia de Altamirano fue una fresca y gratificante sorpresa como Elvira. De voz ligera, emisión homogénea y coloratura de gran seguridad, Altamirano encantó con su femineidad y me conmovió en su “Qui la voce”, verdadero momento de compromiso dramático. No es una estrella de pirotecnia sino una cantante con estilo y de buen gusto.
El últimamente aclamado Armando Piña cumplió como Riccardo, sin brindarnos ese extra que lo ha llevado a Europa y otros escenarios internacionales. De voz oscura y buena proyección, su voz no tiene esa brillantez en el registro alto que idealmente requiere este papel. Además de esa falta de colorido, no pudo sacarle algún provecho dramático a su personaje, quizás en parte por la visión del director de escena.
Rosendo Flores, como Giorgio, es un cantante al que siempre se le debe agradecer su compromiso y firmeza vocal. En esta ocasión me pareció cansado, un poco alejado emocionalmente. Extrañamos algo de esa belleza vocal en su registro medio a pesar de un “Cinta di fiori” que me gustó por la calidad de sus frases.
Del resto del reparto tengo que destacar la excepcional Enriqueta de Isabel Stüber, a quien ya urge darle un papel de mayor aliento. No solo su presencia escénica es bella y radiante, su canto posee esa elegancia y sobretodo sonido cultivado que no siempre es característico en México. Edgar Gutiérrez y José Luis Reynoso cumplieron dignamente sin dejarme intrigado por sus instrumentos.
El coro del Teatro de Bellas Artes regaló una buena función gracias al trabajo de Christian Gohmer. El sonido amplio logró algunos momentos de poder como “Oh! vieni al tempio”. La Orquesta del Teatro de Bellas Artes, con Srba Dinic al frente, se escuchó cultivada, destacando el sonido de los cornos y un equilibrio clínico, tal vez ligeramente frío, con tiempos fluidos. Además de algún innecesario corte, se le hizo justicia al idioma belliniano.
Quizás a grandes rasgos, “Los Puritanos” no elevaron la temperatura tanto como es posible en esta ópera. Sin embargo, lo considero un acontecimiento musical importante del 2016, sobretodo cuando se puede escuchar a uno de nuestros grandes artistas como Javier Camarena, en plenitud y no en declive.
En el intermedio tuve el honor de encontrarme al maestro Francisco Araiza, quien además recordó cuando lo entrevisté hace 12 años. Una leyenda del canto de México.