Recientemente, un amigo argentino que es músico me comentaba sobre las cualidades femeninas de la música de Mendelssohn. Ciertamente la claridad clásica de su música y su encanto sutil son parte esencial de su estilo. Quizá el ideal femenino está fielmente retratado por la música de este genio del romanticismo. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que la música de Mendelssohn todavía se podría describir más certeramente como el fulgor de la infancia. Los juegos e ingenuidad, el paso de estados cándidos a tormentas oscuras y pasajeras, lo cierto es que la música de Mendelssohn siempre seguirá cautivando como uno de esos románticos inevitables, un inevitable de su época. En contraste con lo anterior, el Mendelssohn que escuchamos el 24 de Noviembre en L’ auditori con Christopher Hogwood al frente de la OBC nos presentó al Mendelssohn más viril y tempestuoso, que aún y en esta faceta se da tiempo para ensoñaciones tersas.
La obra principal de la noche fue la Sinfonía #3 en la menor, Op.56 llamada la “Escocesa”. La OBC con Hogwood al frente nos regaló una versión espontánea, tempestuosa llena de fuerza. En cuanto a cohesión de ensamble la OBC demostró lo que es capaz de hacer cuando espabila un poco esa complacencia en la que caen algunos músicos de vez en vez. Ciertamente la batuta de Hogwood fue inspiradora, el trabajo de una idea de interpretación fue patente. Creo que Hogwood sorprendió a propios y extraños (al ser una leyenda de la interpretación en técnicas e instrumentos antiguos) al favorecer una lectura romántica con unas cuerdas conjugadas y en estado de gracia, unos alientos impecables y unos cornos que por lo menos, en esta última obra estuvieron certeros y sonoros. Ha sido una de las interpretaciones más poderosas que he escuchado de esta sinfonía que en manos de músicos medianos puede ser interpretada en piloto automático o peor. Con Hogwood el nervio de la obra dio paso a momentos de reposo. Brillantemente Hogwood logró las transiciones a veces problemáticas de la obra. Después de un neblinoso andante con moto el Allegro agitato surgió finamente de filigrana del tiempo anterior. El scherzo assai vivace fue un testamento de una articulación precisa por parte de los alientos en un tiempo vivo y mercurial favorecido por Hogwood. Cabe destacar la excelente participación de las flautas y los fagotes. El adagio cantabile trajo consigo la atmósfera ensoñadora del compositor, la belleza natural de este movimiento y el sentido líquido causado por las cuerdas punteadas fue un deleite, la transición al final, como todos los cambios entre movimientos (los cuales tienen que ser interpretados sin pausa) fueron manejados impecablemente por Hogwood. Pero aún más gratificante fue la transición del Allegro guerriero, rudo, casi brutal en la batuta de Hogwood (estos si eran escoceses, no como los flemáticos ingleses de innumerables versiones) a el triunfal Finale Maestoso que sobresale al disiparse la tormenta. Por una vez este epílogo a veces desconcertante, formó parte de un cosmos lógico. El pulso de Hogwood no flaqueó en este punto y en mi opinión fue un acierto, cuando en muchas ocasiones se tiende al énfasis.
Es un placer ver la técnica de Hogwood al servicio de la música. Su batuta clara sin espavientos, gestos precisos, pulso impecable, vestido con pantalón de vestir y una camisa de manga larga oscura y cuello neru (dejando a un lado el protocolo usual), rápido en sus salidas y entradas. Un hombre de una vitalidad especial que comunica en su quehacer musical. La orquesta pareció disfrutar el quehacer musical al lado de este gran maestro.
La sinfonía número 5 en si bemol mayor de Schubert ocupó la mayor parte de la primera mitad del programa. Esta sinfonía esencialmente clásica en su dotación, sin timbales y apenas dos cornos, fue interpretada con el mismo cuidado de articulación que la “escocesa”, con tiempos ágiles bien trabajados que permitieron un equilibrio sonoro entre la sección de cuerdas y las maderas. Desafortunadamente el sonido lustroso fue empañado en uno o dos momentos por un par de cornos francamente erráticos, incluyendo una entrada claramente tardía en el Allegro incial. De igual forma el oboe tuvo algún momento problemático en el Andante con moto. El resultado total no desmereció ni decreció la admiración general del quehacer musical pero francamente hay músicos que se están esforzando más que otros en esta agrupación. La primera parte abrió con una interpretación ágil y oscura de la obertura “Las Hébridas” de Mendelssohn. Un preámbulo de lo que se iba a escuchar en la sinfonía escocesa aunque sin la cohesión de ensamble total que se apreció en la segunda parte.
Un encuentro con un maestro genial, casi camaleónico que puede darse el lujo de romantizarse, manteniendo un oído claro y fresco típico de su quehacer musical usual y una orquesta que cuando está dispuesta es un ensamble de calidad, lástima que esa disposición no sea unánime.