Richard Strauss ha sido, en mi experiencia musical, un compositor que con algunas excepciones, me ha sido indiferente. En gran medida esta indiferencia surge de mi contacto con sus óperas, vehículos demasiado inflados orquestalmente y repletos de personajes fríos y sofisticados que no me conmueven, como el caso del Caballero de la Rosa. A veces la calidez genuina de una Ariadna en Naxos me hace sonreír pero la expresividad pesada y decadente de algunos otros trabajos me causan aversión. Esto me ocurre en menor medida con obras como Salome que es un verdadero drama psicológico y que, tristemente, me hacen soñar con lo que Strauss pudo haber sido y no fue.
Mi reciente aproximación a Elektra me motiva a considerar esta obra al lado de Salome (Y quizá la Ariadna) como sus óperas más conseguidas a mi juicio. Las tres mantienen una estructura mucho más compacta que sus otros monstruos aburridos. El lirismo, conjuntado con lenguajes armónicos extremos y un canto requerido de gran fuelle y expresividad son ejemplo de lo mejor que era capaz este genio de transición.
La presentación de Elektra en el Liceu ha sido, sin duda, uno de los momentos cúmbre de la temporada al lado de la Cenerentola de Rossini. La obra ha sido preparada cuidadosamente por Sebastián Weigle y esto se ejemplificó por la calidad interpretativa del ensamble, el cual trascendió más allá de su nivel usual. Sin espavientos excéntricos demasiado personales, Weigle permitió que la orquestación expresiva y rica de Strauss se transfigurara vitalmente en nuestros oídos.
Pudimos percibir en los rasgos de esta partitura la novedad que causó en su momento y todavía capaz de sorprender. No por nada fue considerada un trabajo vanguardista, al que le deben la vida innumerables óperas del siglo XX. Elektra, con su cromatismo expresionista y la tonalidad llevada al borde del colapso es una obra compacta de sorprendente actualidad en su universo dramático.
La puesta en escena de Guy Joosten con escenarios de Patrick Kinmonth nos transportó a un estado totalitario y decadente ubicado en el siglo XX (paraíso de las dictaduras y de los clown – dictadores). El escenario principal, un palacio/bunker frío e inhóspito, carcomido por las reglas nos presentaba a una sociedad feminista que no era mucho mejor que la machista en otros momentos de la historia. En su interior, sus ocupantes viven abstraídos del mundo. Ahí es donde encontramos a Elektra, demasiado ensimismada para tomar acción, aplastada efectivamente por la muerte a traición de su padre. Un padre idealizado en su inconsciente y que la lleva a contemplar la venganza, nunca capaz de llevarla cabo, solo a través de su hermano Orestes. Crisóstemis, su hermana, por el contrario es una figura – en papel – demasiado femenina y frágil para tomar acción. Digo en papel pues Ann Marie Backlund que interpretó este papel no era mucho más agraciada en físico que la Elektra de Deborah Polaski, pero a la ópera se va a escuchar música principalmente y el trabajo dramático de ambas fue impecable así como el de Eva Marton, Albert Dohmen y Graham Clark.
Ya me he referido a la Orquesta del Teatro del Liceu que bajo la batuta de su titular Sebastián Weigle dio una de las interpretaciones más brillantes y coherentes de las últimas puestas en escena. El trabajo vocal estuvo a su altura, no hubo ningún elemento flojo en todo el reparto.
Deborah Polaski, soprano estadounidense, realizó una Elektra abstraída y desequilibrada. Fue una brillante interpretación donde lució su voz lírico-spinto (no dramático) de timbre poco individual pero buena y firme emisión. Sus colores dramáticos fueron bien conseguidos sin modificar la línea vocal y si en un par de momentos pasó algún apuro para que su agudo sobrepasara con creces la masa orquestal su voz salía avante sobretodo por la inteligencia que le ha dado toda una vida de experiencia cantando este papel. Probablemente desde Nilsson no ha habido alguien que tenga concebido el papel de forma más efectiva que Polaski.
Ann-Marie Backlund tuvo una buena noche como Crisóstemis sin hacernos olvidar por supuesto a otras grandes que han interpretado este rol (Leonie Rysanek se viene en primer lugar a la memoria). Su soprano lírico lució en el bello monólogo y si el timbre, en general no es más distinto que el de Polaski, de igual forma se agradece la firmeza y musicalidad.
Eva Marton lució una voz desgastada en el papel de Klytamnestra. La diva húngara ciertamente está en la etapa de declive. Aún así su voz en tamaño no era mucho menor que la de Polaski y su confrontación se enriqueció por las tablas de ambas. La presencia escénica de Marton sigue siendo digna y comanda respeto. El registro agudo es lo más inestable de su voz pero todavía se defiende en el medio.
Albert Dohmen fue un Orestes ejemplar. El bajo-barítono alemán es uno de los mejores exponentes del repertorio alemán en su cuerda y se notó porqué. Su voz oscura y pastosa tiene una excelente proyección y su figura en el escenario, sobria y llena de autoridad contribuyó a redondear un papel más substancioso de lo que se puede pensar por su corta intervención. Para mí el momento cumbre del drama no fue la escena de Elektra y Klytamnetra sino Elektra-Orestes. La tonalidad fulgurante y gloriosa de la música y el reconocimiento de ambos hermanos es el punto efectivo donde se desencadenan los acontecimientos: Yo Elektra infundo el verbo en ti Orest.
El resto del reparto cumplió con creces comenzando con el decadente Egisto de Graham Clark, no se requiere más que esa voz de tenor lírico-comprimario y el compromiso escénico del que Clark es capaz. El resto del reparto fue sólido incluyendo un buen preceptor de Orestes en la voz de Knut Skram y la bella Claudia Schneider como la confidente.
Mientras tengamos regimenes izquierdistas o derechistas extremos en el mundo, mientras caigamos en el ridículo del machismo y del feminismo, Elektra no perderá su vigencia como drama. Musicalmente siempre estará vigente.