“Andrea Chenier” es, a menos que se reevalúe alguna de sus óperas olvidadas , la obra maestra de Umberto Giordano. La ópera es un melodrama ambientado en la revolución francesa que da poco espacio a la introspección o profundidad, en cambio, Andrea Chenier es una obra maestra de efectos bien conseguidos. Por momentos, durante los dos primeros actos comencé a tener mis dudas sobre su cohesión dramática, dudas que fueron disipadas por los dos gloriosos actos finales, llenos de emoción musical, memorabilidad y música substanciosa para los protagonistas. El primer acto establece el contexto socio-político de la obra, pero dejando de lado la improvisación de Chenier y el soliloquio inicial de Gerard el discurso musical es disperso; Giordano, como tantos otros compositores italianos de su época, incluyendo Puccini, escasa naturalidad puede mostrar con el colorido y evocaciones dieciochescas. Donde innumerables compositores franceses encontraron su inspiración, Giordano no puede evitar una cierta inclinación al pastiche poco memorable.
El segundo acto ciertamente levanta mucho con el dueto de amor y las escenas populares pero en esta noche los protagonistas todavía estaban guardando lo mejor para los dos últimos actos.
Verdaderamente es un privilegio escuchar ópera en el Liceu. El teatro soberbio y generoso presenta la única oportunidad de vivenciar la tradición operística y la modernidad. Cada asiento está adecuado con una pantalla personal donde se puede ver a detalle la presentación así como la traducción simultanea del libreto, para aquellos que están poco familiarizados con el arte. La acústica es generosa y esto quedó demostrado con la nitidez de un instrumento tan terso como el arpa, el cual tiene mucho que hacer en el último acto.
Deborah Voigt es hoy por hoy una de las principales voces lírico-spinto de nuestra época. Su instrumento tiene potencia y es vibrante en su registro agudo. En el centro, su colorido aterciopelado es un lujo. Podemos ser exigentes con su italiano americanizado y su presencia genérica sobre el escenario pero su presencia vocal me llevó finalmente a la emoción. Disfruté de sobremanera “la mamma morta” donde el melodrama estuvo aunado a un cuidadoso fraseo.
José Cura fue el otro triunfador de la noche, ni por encima ni por debajo de Voigt. Su voz es grande, tono amplio, seductor y timbre oscuro. Curiosamente en el passagio la voz se hace mas angosta a pesar que sus agudos todavía son bastante audibles. Es un artista que vocalmente se entrega a pesar no ser el más creativo ni el más comprometido en escena. Su figura no careció de heroísmo y si bien como cantante no es el más sutil, Chenier requiere de una voz con fuelle. Su improvisso careció de poesía pero su confrontación ante el juzgado fue estentórea y poderosa. Cura fue una agradable sorpresa para mi ya que sus manías fuera de escenario habían prejuiciado mi aproximación a su arte. Debo decir que su voz está en plenitud y este es uno de los papeles que definitivamente le pertenecen.
El público hispano ama a Carlos Álvarez, a mi esposa le encantó su timbre el cual caracterizó de “muy bello”. El barítono recibió una tremenda ovación, pero yo en general me he quedado frío a su canto tanto en vivo como en disco. Si, admito, su voz es oscura y ligeramente aterciopelada, su registro agudo es generoso, su voz es de buen tamaño sin llegar a ser una voz grande o inmensa, pero yo me quedé frío. Se nota su entrega y me cuesta trabajo decir qué es lo que no me gusta. Quizá su vibrato algo ensanchado, quizá el timbre de su voz.
Del resto del reparto merecen mención la veteranaza mezzo rumana Viorica Cortez quien como la Condesa mostró tablas en la actuación. Su voz mantiene esos sobretonos dramáticos a pesar del avejentamiento natural. Su estridencia y desigualdad le sentaron bien a la condesa, un ser humano frívolo e ingenuo. Fue un deleite escuchar en vivo a esta mezzo que tuvo una carrera importante. Irina Mishura fue una sobreactuada Madelon (uno de los momentos más embarazosos de la ópera), desplegó un timbre generoso y nos dejó con ganas de escucharla en algo más substancioso. El increíble de Francisco Vas fue toda una creación vocal y actoral al igual que el Roucher de Miguel Angel Zapater. El resto cumplió. La orquesta del Liceu es un ensamble operístico de primer orden y la batuta del maestro Pinchas Steinberg fue memorable; intensa y equilibrada. Curiosamente “Come un bel di di maggio” fue una lectura un poco apresurada pero Cura mantuvo la línea sin problemas. Fuera de ello sus tiempos me parecieron más que perfectos. En cuanto al coro, es uno de los mejores coros que he escuchado en ópera. La dirección de Jose Luis Basso fue más que fenomenal considerando el extenso movimiento escénico que se desplegó.
La puesta en escena de Philippe Arlaud me ha hecho un converso a su arte. Su propuesta fue una feliz conjunción entre la tradición operística y el minimalismo . No, ya no son imprescindibles los excesos zefirellianos, este es el metier operístico que pisa firmemente el siglo XXI. El primer acto nos presentó un cuadro mayormente estático en donde lo importante fue el movimiento escénico. La escena retrataba un jardín de la casa de Coigny y poco a poco las delimitaciones angulares del cuadro van confrontando a la clase trabajadora con la nobleza. Cada acto cerraba con un telón grueso de dos divisiones en la cual la parte de arriba caía como una cuchilla sobre la parte inferior simulando una guillotina, un efecto dramático e impactante. La escenografía mantenía una inclinación que nos mantenía cerca de esta maquina de muerte de la epoca del terror. El segundo acto se asentó sobre un escenario giratorio el cual iba revelando distintos cuadros de la escena y por el cual entraban y salían los personajes. En primer término interactuaban los cantantes y dentro del escenario giratorio usualmente estaba el coro. Los vestuarios de Andrea Uhmann, principalmente en escala de blancos, poseyeron un gran cuidado histórico. El acto del juicio de Chenier mostró un manejo sobresaliente de las escenas masivas y el poderío de la escena reivindica a Giordano de ser un verista más del montón. La obra culminó con un soberbio dueto final en el cual las voces de Voigt y Cura explotaron sobre el escenario resultando en una de las ovaciones más prolongadas que he escuchado en los últimos años. La sobriedad de la escena dejó paso a la suntuosidad de las voces.
Ricardo Marcos G.